Sobre la Avenida Insurgentes, al sur de la Ciudad de México, se levanta una torre de veinte pisos de altura que corta el horizonte, hecha de concreto y láminas metálicas. Este edificio está vigilado como una fortaleza: para entrar es necesario atravesar varios filtros de seguridad, seguidos de un par de pesados elevadores. Al salir del elevador, cada piso, idéntico al anterior, se desenvuelve como un laberinto de cubículos y escritorios indistinguibles, enmarcados por un corredor que atraviesa el espacio a un costado, y una fila de oficinas con puertas iguales, todas cerradas. Cada piso de este edificio parece un juego de espejos en el que un mueble se refleja y se multiplica al infinito. Los empleados que ocupan cada cubículo están absortos en las pantallas de sus computadores, y sólo alzan ligeramente la mirada al verme pasar, para de nuevo fijar la vista en las pantallas. Sus gestos fugaces indican una perturbación del orden en un lugar dominado por el silencio, los timbres de teléfono y el sonido de fondo de decenas de teclados siendo golpeados al unísono. [...]
Edificio
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