Era el 26 de abril de 2012. Las casas estaban espaciadas a lo largo y ancho del predio Hidalgo y Carrizo, en las zonas limítrofes del lago de Texcoco, al oriente de su cuenca, al occidente de la ciudad que aún guarda el nombre de este antiguo cuerpo de agua. Cada una ocupaba su espacio a voluntad, sin planeación, sin trazado, sin estructura; se sostenían en un equilibrio frágil que revelaba a cada una de ellas como un conjunto apuntalado de materiales y modos de construcción: latón, cemento, madera, ladrillo, vidrio y lona. Todas las mezclas posibles dispuestas en medio de una gran explanada sembrada parcialmente de un pasto que en esa época del año estaba seco, como el aire. Algunas estaban recientemente demolidas porque aún se veían nubes de polvo suspendidas sobre ellas. Ya deshabitadas y desatendidas, estas casas deshechas dejaron tras de sí montañas de escombros: vigas de madera en pedazos, ladrillos carcomidos por las sales del ambiente, tablas de yeso fragmentadas, jirones de tela, pedazos de metal oxidado, cartones, espumas; todos dispersos pero lo suficientemente juntos aún como para poder identificarlos como restos de un sólo conjunto. […]
Demolición
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